14 mar. 2013

Impiden a Jesús entrar en el cónclave de los Cardenales. Por Leonardo Boff



De todas partes del mundo venían cardenales de la Iglesia Católica, cargando cada cual las angustias y las esperanzas de sus pueblos, unos martirizados por el sida y otros atormentados por el hambre y por la guerra. Pero todos mostraban cierto malestar y vergüenza pues habían salido a la luz los escándalos, algunos hasta criminales, de los curas pederastas; otros involucrados en el lavado de dinero de la mafia y de los italianos súper ricos que, para escapar de los duros ajustes financieros del gobierno italiano, utilizaban el buen nombre del Banco Vaticano para enviar millones de euros a Alemania y a Estados Unidos. Y había también escándalos sexuales en el interior de la Curia así como intrigas internas y luchas de poder.

Ante la gravedad de la situación, el Papa reinante sintió que le faltaban fuerzas para enfrentar una crisis tan dura y, constatando el colapso de su propia teología y el fracaso del modelo de Iglesia, distanciado del Vaticano II, que había tratado sin éxito de poner en práctica en la cristiandad, acabó honestamente renunciando. No era la cobardía de un pastor que abandona el rebaño, sino el coraje de dejar su lugar a una persona más adecuada para sanar el cuerpo herido de la Iglesia-institución.

Por fin llegaron todos los cardenales, algunos retrasados, a la sede de san Pedro para elegir un nuevo Papa. Hicieron varias reuniones previas para ver como enfrentaban ese hecho insólito de la renuncia del papa y qué hacer con el voluminoso informe del estado de degeneración de la administración central de la Iglesia. Y finalmente decidieron que no podían esperar más y que en pocos días deberían realizar el Cónclave.

Oraron juntos y discutieron el estado de la Tierra y de la Iglesia, especialmente la crisis moral y financiera que a todos preocupaba e incluso escandalizaba. Consideraron, a la luz del Espíritu de Dios, cuál de ellos sería el más apto para la difícil misión de «confirmar a sus hermanos y hermanas en la fe», mandato que el Señor había dado a Pedro y sus sucesores, y recuperar la moralidad perdida de la institución eclesiástica.

Mientras estaban allí, encerrados y aislados del resto del mundo, he aquí que aparece un señor que por el modo de vestir y el color de su piel parecía ser semita. Llegó a la puerta de la Capilla Sixtina y dijo a uno de los cardenales retrasados: “entro con usted, pues todos los cardenales son mis representantes y necesito urgentemente hablar con ellos”. El cardenal, pensando que se trataba de un loco, hizo un gesto de irritación y benévolamente le dijo: “resuelva su problema con la guardia suiza”. Y cerró la puerta.

Entonces, este extraño señor, se dirigió calmadamente al guardia suizo y le preguntó: ¿puedo entrar para hablar con los cardenales, mis representantes? El guardia lo miró de arriba abajo, no dando crédito a lo que oía y, perplejo, le pidió que repitiese lo que había dicho. Y él lo repitió. El guardia, con cierto desdén, le dijo: “aquí sólo entran los cardenales y nadie más”. Pero aquella enigmática figura insistió: “pero yo acabo de hablar con un cardenal y todos ellos son mis representantes, por eso me permito estar con ellos”.

El guardia, con razón, pensó que estaba ante uno de esos paranoicos que se presentan como César o Napoleón. Llamó al jefe de la guardia que había oído todo. Éste lo agarró por los hombros y le dijo con voz alterada: «Esto no es un hospital psiquiátrico; sólo un loco imagina que los cardenales son sus representantes». Mandó que lo llevasen al jefe de policía de Roma. Allí, en el edificio central, se oyó la misma petición:«necesito hablar urgentemente con mis representantes, los cardenales». El jefe de policía ni siquiera se tomó la molestia de escucharle. Con un simple gesto ordenó que lo retirasen. Dos policías robustos lo metieron en una celda oscura.

Allí dentro continuaba gritando. Como nadie conseguía hacerle callar, le dieron puñetazos en la boca y muchos golpes. Pero él, sangrando, seguía gritando: «necesito hablar con mis representantes, los cardenales». Hasta que un soldado enorme irrumpió celda adentro y comenzó a golpearlo sin parar hasta que cayó desmayado. Después le amarró los brazos con un trapo y lo colgó de dos soportes que había en la pared. Parecía un crucificado. Y ya no se oyó más gritar: «necesito hablar con mis representantes, los cardenales».

Sucede que este misterioso personaje no era cardenal, ni patriarca, ni metropolitano, ni arzobispo, ni obispo, ni cura, ni bautizado, ni cristiano, ni católico. Era un hombre sencillo, un judío de Galilea. Tenía un mensaje que podía salvar a la Iglesia y a toda la humanidad. Pero nadie quiso escucharlo. Su nombre es Jeshua.

Cualquier semejanza con Jesús de Nazaret, de quien los cardenales se dicen representantes, no es mera coincidencia sino la pura verdad.

«Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron», observó más tarde con tristeza un evangelista suyo.

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