De
todas partes del mundo venían cardenales de la Iglesia Católica, cargando cada
cual las angustias y las esperanzas de sus pueblos, unos martirizados por el
sida y otros atormentados por el hambre y por la guerra. Pero todos mostraban
cierto malestar y vergüenza pues habían salido a la luz los escándalos, algunos
hasta criminales, de los curas pederastas; otros involucrados en el lavado de dinero
de la mafia y de los italianos súper ricos que, para escapar de los duros
ajustes financieros del gobierno italiano, utilizaban el buen nombre del Banco
Vaticano para enviar millones de euros a Alemania y a Estados Unidos. Y había
también escándalos sexuales en el interior de la Curia así como intrigas
internas y luchas de poder.
Ante
la gravedad de la situación, el Papa reinante sintió que le faltaban fuerzas
para enfrentar una crisis tan dura y, constatando el colapso de su propia
teología y el fracaso del modelo de Iglesia, distanciado del Vaticano II, que
había tratado sin éxito de poner en práctica en la cristiandad, acabó
honestamente renunciando. No era la cobardía de un pastor que abandona el
rebaño, sino el coraje de dejar su lugar a una persona más adecuada para sanar
el cuerpo herido de la Iglesia-institución.
Por
fin llegaron todos los cardenales, algunos retrasados, a la sede de san Pedro
para elegir un nuevo Papa. Hicieron varias reuniones previas para ver como
enfrentaban ese hecho insólito de la renuncia del papa y qué hacer con el
voluminoso informe del estado de degeneración de la administración central de
la Iglesia. Y finalmente decidieron que no podían esperar más y que en pocos
días deberían realizar el Cónclave.
Oraron
juntos y discutieron el estado de la Tierra y de la Iglesia, especialmente la
crisis moral y financiera que a todos preocupaba e incluso escandalizaba.
Consideraron, a la luz del Espíritu de Dios, cuál de ellos sería el más apto
para la difícil misión de «confirmar a sus hermanos y hermanas en la fe»,
mandato que el Señor había dado a Pedro y sus sucesores, y recuperar la
moralidad perdida de la institución eclesiástica.
Mientras
estaban allí, encerrados y aislados del resto del mundo, he aquí que aparece un
señor que por el modo de vestir y el color de su piel parecía ser semita. Llegó
a la puerta de la Capilla Sixtina y dijo a uno de los cardenales retrasados:
“entro con usted, pues todos los cardenales son mis representantes y necesito
urgentemente hablar con ellos”. El cardenal, pensando que se trataba de un
loco, hizo un gesto de irritación y benévolamente le dijo: “resuelva su
problema con la guardia suiza”. Y cerró la puerta.
Entonces,
este extraño señor, se dirigió calmadamente al guardia suizo y le preguntó:
¿puedo entrar para hablar con los cardenales, mis representantes? El guardia lo
miró de arriba abajo, no dando crédito a lo que oía y, perplejo, le pidió que
repitiese lo que había dicho. Y él lo repitió. El guardia, con cierto desdén,
le dijo: “aquí sólo entran los cardenales y nadie más”. Pero aquella enigmática
figura insistió: “pero yo acabo de hablar con un cardenal y todos ellos son mis
representantes, por eso me permito estar con ellos”.
El
guardia, con razón, pensó que estaba ante uno de esos paranoicos que se
presentan como César o Napoleón. Llamó al jefe de la guardia que había oído
todo. Éste lo agarró por los hombros y le dijo con voz alterada: «Esto no es un
hospital psiquiátrico; sólo un loco imagina que los cardenales son sus
representantes». Mandó que lo llevasen al jefe de policía de Roma. Allí, en el
edificio central, se oyó la misma petición:«necesito hablar urgentemente con
mis representantes, los cardenales». El jefe de policía ni siquiera se tomó la
molestia de escucharle. Con un simple gesto ordenó que lo retirasen. Dos
policías robustos lo metieron en una celda oscura.
Allí
dentro continuaba gritando. Como nadie conseguía hacerle callar, le dieron
puñetazos en la boca y muchos golpes. Pero él, sangrando, seguía gritando:
«necesito hablar con mis representantes, los cardenales». Hasta que un soldado
enorme irrumpió celda adentro y comenzó a golpearlo sin parar hasta que cayó
desmayado. Después le amarró los brazos con un trapo y lo colgó de dos soportes
que había en la pared. Parecía un crucificado. Y ya no se oyó más gritar:
«necesito hablar con mis representantes, los cardenales».
Sucede
que este misterioso personaje no era cardenal, ni patriarca, ni metropolitano,
ni arzobispo, ni obispo, ni cura, ni bautizado, ni cristiano, ni católico. Era
un hombre sencillo, un judío de Galilea. Tenía un mensaje que podía salvar a la
Iglesia y a toda la humanidad. Pero nadie quiso escucharlo. Su nombre es
Jeshua.
Cualquier
semejanza con Jesús de Nazaret, de quien los cardenales se dicen
representantes, no es mera coincidencia sino la pura verdad.
«Vino
a los suyos y los suyos no lo recibieron», observó más tarde con tristeza un
evangelista suyo.
Traducción de María Jose Gavito Milano
Fuente: http://leonardoboff.wordpress.com/2013/03/13/impiden-a-jesus-entrar-en-el-conclave-de-los-cardenales/
Fuente: http://leonardoboff.wordpress.com/2013/03/13/impiden-a-jesus-entrar-en-el-conclave-de-los-cardenales/
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