Tristeza y dolor. De allí partimos. ¿Por qué disimular los
sentimientos y disfrazarlos con refinamientos artificiales que se
cocinan en su propia tinta y, en última instancia, no dicen
absolutamente nada? Sí, tristeza y dolor ante la muerte de un compañero y
un luchador que se jugó la vida más de una vez por los humildes, por
los de abajo y que se animó a enfrentar a la potencia más agresiva y
feroz de todo el planeta. Pero también todo nuestro reconocimiento,
nuestro respeto, nuestro emocionado homenaje.
Al leer diversas notas y artículos, escritos sobre la muerte reciente
de Hugo Chávez, percibo en la intelectualidad de izquierda, crítica o
progresista, cierta actitud vergonzante. Le rinden respeto, pero “con
cuidado” y sin salirse, claro, de los buenos modales.
Como si al rendir el homenaje que se merece este enorme luchador
fallecido tuvieran que hacer reverencias y justificarse ante los
críticos de Chávez, la socialdemocracia (abiertamente proimperialista),
el autonomismo (sí, pero no, quizás, tal vez, aunque un poquito, no
obstante, sin embargo) o diversas variantes de la izquierda eurocéntrica
(que añorando un esquema simplificado de la revolución bolchevique
desconoce cualquier novedad en la historia —sobre todo si sucede en el
Tercer Mundo— y en la práctica cotidiana termina siendo más tímida y
suave que la Madre Teresa de Calcuta).
Ninguna vergüenza compañeros, no hay que pedir perdón, compañeras. No
tengan miedo, no se cuiden tanto. Hugo Chávez se merece el homenaje y
el reconocimiento sincero y abierto de los pueblos en lucha de todo el
continente. Sin medias tintas. Sin calculitos mediocres, pusilánimes y
timoratos. Chávez se la jugó, arriesgó el pellejo, estuvo a punto de
morir en un golpe de Estado y no se arrodilló ni tuvo miedo ante el
enemigo.
Su valentía no sólo fue física y personal. También fue teórica y
política. Cuando nadie daba dos pesos por la bandera roja, se animó a
patear el tablero de la agenda progresista y volvió a poner en discusión
nada menos que… el socialismo. Los compañeros zapatistas, que jugaron
un gran papel en los ’90 cuestionando el neoliberalismo y por eso
ganaron merecido reconocimiento y admiración en todo el mundo
progresista, nunca llegaron a plantear el socialismo. Ni el del siglo
XXI ni ningún otro. El socialismo estaba directamente fuera de agenda.
Tampoco se hablaba de imperialismo. Ni siquiera de revolución. De nada
de eso se podía hablar. Ni siquiera se mencionaban esos conceptos o esas
categorías anticapitalistas. Eran palabras prohibidas. La inquisición
del pensamiento elegante y políticamente correcto las había enterrado.
Hugo Chávez, dio un paso más. Retomó las justas rebeldías que
gritaban “Otro mundo es posible” y cuestionaban el neoliberalismo pero
les dio varias vueltas de tuerca. Ese otro mundo posible no puede ser
otro que… el socialismo. Lo gritó en las narices del imperio, en la
frente de la derecha y en la nuca del mundo progresista. Si te gusta,
bien, y sino, también. Dio vuelta a una página de la historia. Ya nada
fue como hasta entonces.
“¿Cómo? ¿El socialismo?” Sí, el socialismo. Ese mismo que todas las
derechas del mundo y muchas “izquierdas” creían enterrado bajo los
ladrillos apolillados de esa pared que, carcomida por dentro, se cayó en
1989, allá lejos, en algunos barrios de Alemania donde se bebe tanta
cerveza.
“¿De dónde salió este loco trasnochado? ¿Qué texto clásico habrá
leído Chávez en alguna librería de usados o en alguna biblioteca de
viejitos para comenzar a reclamarle a todo el mundo que no se olviden
del socialismo?” El “clásico” que había leído Hugo Chávez para
reinstalar al socialismo en la agenda de los movimientos sociales y los
pueblos rebeldes del nuevo siglo era… Simón Bolívar. Otro “loco al
frente de un ejército de negros” como llamaban despectivamente al
Libertador los diplomáticos norteamericanos y sus agentes de
inteligencia a inicios del siglo XIX.
Sí, el mismo Simón Bolívar que los Documentos de Santa Fe (núcleo de
acero de la estrategia del Pentágono y el neomarcartismo “multicultural”
norteamericano) ubicaban como enemigo subversivo al lado de Hugo Chávez
en Venezuela y de las FARC-EP en Colombia. Esa era su fuente de
inspiración. Simón Bolívar, el Quijote del siglo XIX.
A despecho de tantos “inspectores de revoluciones ajenas”
(como solía ironizar Rodolfo Puiggrós frente a quienes nunca
organizaron ni encabezaron ninguna lucha histórica importante pero viven
levantado el dedito para insultar a los demás), Hugo Chávez no sólo
reinstaló el debate por el socialismo como horizonte político y cultural
para los pueblos de Nuestra América. No sólo dialogó durante años con
su pueblo sobre historia, enseñando en cada programa de Aló presidente
sobre las guerras de independencia del siglo XIX, defendiendo la
identidad cultural de Nuestra América. Por si esa tarea pedagógica de
masas no alcanzara, también comenzó a reivindicar públicamente autores
malditos y endemoniados como Ernesto Che Guevara, Vladimir I. Lenin,
León Trotsky o Rosa Luxemburg. Tuve la oportunidad y el honor de
escucharlo en persona, más de una vez, referirse a estos herejes de la
revolución mundial diciendo, con esa sonrisa tan irónica y tierna al
mismo tiempo: “Queridos hermanos ¡Éste es el camino! La creación de
hombres y mujeres nuevas, como proponía el Che Guevara. La única salida
es internacional. No puede haber soluciones en países aislados ni
socialismo en un solo país. La solución es el socialismo y es a nivel
internacional”. No me lo contó nadie. No lo leí. Lo ví y lo escuché
directamente, enarbolando y defendiendo las ideas de esos herejes.
Siempre sus discursos incluían frases como esta: “Estuve leyendo este
libro….” Y ahí comenzaba una auténtica pedagogía popular, crítica,
masiva. Porque Hugo Chávez supo emplear la TV y otros medios masivos
para concientizar, para incentivar el estudio, para abrir grandes
debates, en los cuales nunca se cansaba de recomendar libros de
historia, libros marxistas, libros de la teoría de la dependencia. Era
un lector voraz, a pesar de tantas actividades (Miguel Rep, compañero y
amigo, le dio en persona un libro que hicimos juntos sobre Antonio
Gramsci, yo también se lo regalé, Chávez se sacó varias fotos ante la
prensa con ese libro sobre la mesa. Un honor).
Este gran pedagogo popular, con un gesto diplomático que también
tenía mucho de ironía, se animó a regalarle al presidente de Estados
Unidos Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. Era una
manera muy sutil de tratarlo de bruto y al mismo tiempo de mostrarle que
los pueblos de Nuestra América debemos superar de una buena vez ese
complejo (típicamente colonial) de inferioridad que nos han inoculado
las burguesías lúmpenes, socias menores y cómplices del imperialismo.
Siguiendo las enseñanzas del Congreso Anfictiónico de
Panamá de 1826, Chávez promovió de manera obsesiva una serie
interminable de iniciativas institucionales integradoras a nivel
regional (desde el ALBA hasta Telesur; desde Petrocaribe hasta el Banco
del Sur; desde la UNASUR hasta la CELAC, etc.) pero al mismo tiempo
apoyó a la insurgencia y a la guerrilla comunista, principalmente de las
FARC-EP de Colombia. Esa es la verdad. A veces lo dijo en público,
otras veces no. Incluso cuando tomó decisiones equivocadas (como en el
caso de Joaquín Pérez Becerra, que en su oportunidad criticamos
públicamente), nunca rompió sus relaciones con la insurgencia. Esa misma
insurgencia comunista que gran parte del progresismo y de la
intelectualidad crítica no se anima ni siquiera a mencionar. Mientras
tanto le brindó su mano generosa y fraterna a la revolución cubana y a
su gran amigo Fidel Castro, a quien quería como un padre. En un
movimiento sumamente complejo, trató de unificar o al menos de aglutinar
a nivel continental las iniciativas institucionales con las insurgentes
y comunistas, las de arriba con las de abajo, las estatales con las
sociales en el abanico multicolor de un gran frente continental
antiimperialista por el socialismo.
Faltándole el respeto a los esquemas, pero no a la revolución, Hugo
Chávez, sumamente iconoclasta, no tuvo miedo de conjugar a Marx con
Bolívar ni al Che Guevara con Jesús. Como Simón Bolívar en el siglo XIX,
quien sintetizaba a Tupac Amaru con Rousseau, su mejor discípulo en
nuestra época se animó a desempolvar el pensamiento político más radical
para volverlo actual y políticamente operante. No en la comodidad de
una cátedra, sino en la vida. Y lo hizo enfrentando a los peores y más
prepotentes genocidas del planeta, de quienes se rió en su cara más de
una vez (todos recordamos cuando en una tribuna diplomática
internacional dijo, con una sonrisa irónica inconfundible en los labios:
“esta tribuna huele a azufre, acá estuvo el diablo, acá estuvo el
presidente de los Estados Unidos”. ¡Se reía en la cara del presidente
más poderoso del planeta! Lo disfrutaba como un niño desobediente. Tanto
como cuando expulsó sin contemplaciones al embajador yanqui de
Venezuela o cuando desafió al insolente rey franquista de España.
¿Cuántos se animaron a hacer algo aunque sea similar en nuestra época?
No exageramos. Fue tan original y tan antiimperialista como su
principal maestro e inspirador, Simón Bolívar. Pero entre ambos existe
una gran diferencia histórica y política que marca cuánto hemos avanzado
en esta búsqueda de la tierra prometida y de la liberación de Nuestra
América. Mientras Bolívar murió solo y aislado, triste y desolado,
incomprendido e incluso repudiado, Chávez muere rodeado, amado y llorado
por todos los pueblos de Nuestra América. Bolívar no aró en el mar.
Hugo Chávez supo retomar su estrella de fuego.
¿Después de su muerte? ¿El abismo y el desierto? De ninguna manera.
La continuidad de una extensa lucha por el socialismo y la segunda y
definitiva independencia de Nuestra América. Muerto Chávez, habrá otros
Chávez como hubo nuevos Che Guevara. Las nuevas generaciones se
inspirarán en su rebeldía para seguir combatiendo contra los molinos de
viento del capital.
El odio del imperialismo y de las burguesías, el amor de los pueblos rebeldes. Eso ha sido, eso es y eso será Chávez.
¡Hasta la victoria siempre comandante!
Barrio de Once, marzo de 2013
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