Acaba de fallecer, Luis García Berlanga Martí (Valencia, 12 de junio de 1921), el más extraordinario de los realizadores hispanos después de Luis Buñuel, y autor de una obra que brilló con especial intensidad en los años más oscuro de la tiranía franquista, tiempo en el que dirigió películas insuperables, de una carga subversiva tan auténtica como soterrada…Paradójicamente, luego, ya sin problemas de censura, su cine bajó hasta el extremo de la decepción, películas como Todos a la cárcel parecía filmada por un cineasta que no le llegaba al calcetín al autor de El verdugo o Plácido…Casi se podía hablar de dos Berlanga, uno anarquista que se decía conservador (un categoría en la que entran muchos genios del arte y la literatura, y que habría que interpretar en su justo sentido), y el otro, un conservador que parecía perdido en los nuevos tiempos.
Como tantos y tanto hijos de “rojos” que trataron de “limpiar” el nombre de sus padres, y liberarlos en lo posible de liberarlos de las mayores penalidades, Luis Garía Barlanga estuvo alistado en la División Azul intentando hacer méritos suficientes para tratar de salvar la vida de su padre, un republicano condenado, y que ha sido definido como un “anarquista conservador”, y también como “un valenciano barroco, fallero, misógino, anarquista desconfiado de cualquier movimiento colectivo, provocador e independiente” (Diego Galán). En otro lugar se le tacha de individualista solidario, conformista rebelde, temerario timorato y cofundador del Partido Anarquista Burgués Independiente, siglas acuñadas con ironía por su amigo Bardem...
Resulta bastante difícil caracterizar de “anarquistas” cualquiera de su personajes, incluyendo lo que aceptan este concepto como pueden ser el del libertario desencantado (Manuel Alexandre) o el del anarconudista (Juan Diego), o el de Michael de Assantes (Michel Piccoli), personaje lejanamente inspirado en un verdadero surrealista y libertino llamado Pierre Moliner, los tres pertenecientes a su última película, París-Tombuctú (1999), una suerte de “testamento”, ciertamente malogrado del que se salvan algunos apuntes, los suficiente como para añorar el Berlanga en blanco y negro, cuando se movía en farsas con un lenguaje metafórico que entroncaba gloriosamente con la tradición del esperpento.
Quizás se pueda apreciar también alguna pista de signo libertario en su aportación sobre la guerra civil, La vaquilla (1985), cuyo guión había escrito 25 años antes, pero que el franquismo no le permitió trasladar a la pantalla. Esto a pesar de su pretensión de hacer una película “que desacralizase la Guerra civil, donde no hubiera culpables sino víctimas”, verdadera cuadratura del círculo. Cuando la hizo no dudó en definirla como una “visión básicamente libertaria” pero que provoca más indignación que otra cosa; los franquistas no fueron unos meros carcamales, al menos no más que los nazis...Algo no muy diferente se podría decir de Todos a la cárcel, cuyas intenciones de denuncia quedaban malogradas por la falta de credibilidad de los personajes, y cuyo sentido absurdo adquiría caracteres patéticos cuando, por ejemplo, convertía en presos de toda la vida a un comunista y…!un hedillista¡, un detalle sacado de una manga que quedaba más lejos de la realidad que su añorado imperios austro-húngaro.
Para encontrar alguna pista de un cierto anarquismo hay que remontarse a sus obras maestras, a lo que de alguna manera podíamos llamar benévolamente anarquismo pasivo de algunos de los personajes más característicos del pueblo llano de Calabug (1956), y en el pacifismo antinuclear del entrañable sabio, claramente insumiso, George Serra encarnado magistralmente por Edmund Gwenn, o en la mala uva de El verdugo (1963), una obra maestra absoluta, sin lugar a dudas, el mayor alegato que el cine ha hecho contra el franquismo, y de la pena de muerte (y delante de las barbas del gran verdugo, justo coincidiendo con la ejecución del resistente comunista Julián Grimau). La película se coló literalmente, engañando a la burda censura franquista lo que provocó las iras justificadas del Caudillo que para sorpresa de su director dijo “Berlanga no es comunista” como le decían. No dijo que era un “anarquista”, sino que era “mucho peor, es un mal español”, pronunciando involuntariamente así. El que seguramente sería el mejor elogio posible.
Después de esta bofetada al régimen, Berlanga ya no pudo trabajar más en España hasta después de la muerte más deseada que conocieran los siglos. Cuando comenzó a hacerlo, Berlanga ya no era el mismo aunque, evidentemente, no le faltaron detalles.
Habría que olvidarse de toda la parafernalia de los homenajes, y llevar a los colegios y a las entidades educativas todas sus películas de los años cincuenta, y explicar que había detrás de aquellas historias de personajes llenos de vida y humanidad, de gente del pueblo vencido pero no colonizado.
También podríamos aprovechar el evento para alegrarnos la vida unos cuantos días revisando y viendo por primera vez odas aquellas películas, y descubrir algo que merece ser estudiado, a saber, que el mejor cine antifranquista se llevó a cabo bajo el franquismo, y lo hizo un anarquista sin adjetivo, un anarquista que ni siquiera sabía que lo era.
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