Las
preguntas más simples suelen ser las más difíciles. “¿Por qué no hemos tenido
una revolución en Chile?”, se preguntaba en Twitter un estudiante secundario,
tratando de expresar su preocupación por el posible desenlace del ciclo de movilizaciones
que ha vivido el país a partir de 2011. Lo que teme el muchacho es que el
periodo de alta convulsión social se resuelva dentro de las lógicas electorales
imperantes, dentro de la institucionalidad vigente, dentro de los cauces
binominales. Y por lo tanto, el profundo cambio de mentalidad operado en la
ciudadanía no llegue a tener un correlato en la institucionalidad del Estado,
que permanecerá en lo sustancial inalterada.
Lo
que observa este chico es importante. Los chilenos, qué duda cabe, han vivido
en los últimos años una metanoia, un cambio de convicciones, no sólo de
opiniones o de pareceres. Este cambio ha operado en la medida en que la crisis
del modelo político y económico ha reafirmado las intuiciones no expresadas de
la ciudadanía, que ahora han pasado a ser certezas que se manifiestan de forma
abierta y espontánea. Basta repasar las cifras de la última encuesta ICSO de la
UDP para advertir la profundidad de esta transformación(1). El estudio advierte
un “clamor por más Estado”, que se manifiesta en una demanda masiva por
empresas estatales en áreas estratégicas como el agua, luz y gas, la banca, las
pensiones y el transporte público. A la vez, se cuantifica una crisis de
confianza y legitimidad de las instituciones y una abierta desafección por las
coaliciones políticas existentes. Sin embargo, la misma encuesta, cuando entra
en la arena electoral, nos muestra que este cambio de mentalidad no logra un
cauce político de expresión. La aplastante mayoría de la candidata de la
Concertación sólo es opacada por un incremento de la apatía electoral, que al
parecer seguirá ascendiendo bajo la forma de abstencionismo.
Este
es el problema al que nuestro joven amigo nos desafía a responder. Siendo un
dilema complejo quisiera apuntar a un aspecto al que pocas veces se hace
referencia. Existe una diferencia fundamental entre la conciencia
anticapitalista, que parece ser la que ha emergido en el “nuevo Chile”
movilizado, y la conciencia socialista, que no parece terminar de germinar. La
conciencia anticapitalista es espontánea e intuitiva, no requiere para su
desarrollo más que confrontarse con el absurdo de la realidad. Nuestros
campesinos ya hablaban del “chancho mal pelao”, porque la injusticia brotaba
ante ellos a flor de piel. Los estudiantes de la Universidad del Mar
aprendieron lo que significa el lucro en la educción cuando los enviaron a la
calle luego de endeudarse hasta el cuello. No necesitaron clases de economía o
de política. Lo mismo le pasa a los trabajadores, a los habitantes de las
regiones, a las mujeres, a los indígenas. El anticapitalismo es hijo de la
sociedad del desprecio, de la experiencia directa, de la aberrante iniquidad de
cada día.
En
contraste, la conciencia socialista no es espontánea. Presupone la conciencia
anticapitalista pero a la vez la supera, ya que no es sólo una negación de la
explotación, sino, además, una afirmación positiva, una apuesta concreta por
una alternativa que posee pretensiones universales de justicia, que es
políticamente viable y que es sostenible en el tiempo. En cambio, la conciencia
anticapitalista puede fugarse hacia múltiples focos dispares. En cierta forma
lo vemos en la tendencia a la fragmentación “multicolor” de las luchas
sociales, que cada vez tienen mayores dificultades para interrelacionarse.
También hay muchas formas no socialistas de canalizar la conciencia
anticapitalista, como son los fundamentalismos religiosos, los nacionalismos de
ultraderecha, incluso ante la falta de esperanza se puede terminar adhiriendo a
las mismas ideas neoliberales que se consideran injustas: si no lo puedes
cambiar, es lógico colocarse en el bando de los vencedores. Pero sin duda la
peor ruta conduce al fatalismo, que se repliega en el resentimiento privado y
prepolítico, y que emerge en la forma de violencia ciega y pasional contra un
chivo expiatorio. Lo vemos en la violencia contra las mujeres y los niños, el
racismo contra los inmigrantes e indígenas o en el chauvinismo ante las
naciones vecinas.
La
tradición de la Izquierda siempre afirmó que a la conciencia socialista se
llega “por el oído”. En la lógica leninista el partido de vanguardia estaba
llamado a conducir a la clase obrera que por sí misma no podía llegar más allá
de la conciencia sindical. Se le debían revelar las causas de las injusticias
como también el camino de salida. En tiempos posmodernos esta es una idea que
ha caído en total desprestigio. Nadie parece dispuesto a aceptar que otros
digan lo que pasa y lo que se debe hacer. Toda intervención externa se ve ahora
como heterónoma, como un gesto autoritario de una “elite” iluminada y
aprovechadora. Lo que se lleva ahora es la autonomía, propia de sujetos libres
que son capaces de hacer (se supone) sus propias lecturas de la realidad y
definir sus propios cursos de actuación. Este aspecto, siendo en general
positivo, también tiene evidentes límites políticos.
Hay
que reconocer que existen categorías y conceptos como “alienación”,
“enajenación”, teoría del “valor-trabajo”, “acumulación primitiva”, y muchos
otros, que conservan potencialidad interpretativa y a los que no se puede
acceder más que por la vía del estudio y del aprendizaje. Pero el socialismo no
es una doctrina, un dogma o una ideología. Es más bien un método, una forma de
pensamiento crítico, capaz de confrontarse con un criterio permanente que Marx
sintetizaba en la dialéctica entre la emancipación de los oprimidos como
tránsito a la emancipación de la Humanidad y la emancipación de la Humanidad
como objetivo final de cualquier emancipación particular. Por ello pueden haber
socialismos con apellido: “del siglo XXI”, “feminista”, “latinoamericano”, etc.
Pero todas estas expresiones singulares deben responder a la misma fórmula
crítica marxiana. Es lo que Georg Lukács llamaba “perspectiva de totalidad”.
Ya
que el viejo leninismo autoritario y mecanicista está muerto y sepultado,
podríamos retomar algunas ideas del Lenin auténtico y olvidado. Particularmente
su concepto de vanguardia, que en realidad deslinda totalmente de la idea de
“elite” y se asemeja a aquellos que se atreven a dar el primer paso, aunque se
les vaya la vida en el intento. Una minoría con clara voluntad de mayoría,
capaz de aprender de la realidad y de sus propios errores, que no tema proponer
sus “tesis de abril”, sabiendo que en mayo ya estarán obsoletas y habrá que
cambiarlas. Porque una revolución exige momentos asamblearios, de tormenta de
ideas, que den espacio a la deliberación y a la imaginación. Pero también exige
momentos para delimitar, acatar decisiones, asumir la iniciativa política y
poner en obra lo acordado. Sólo de esta forma es posible pasar de la
espontaneidad anticapitalista al proyecto histórico socialista.
(1)http://www.icso.cl/wp-content/uploads/2013/04/Encuesta-UDP2013-primer-semestre-FINAL.pdf
Publicado
en “Punto Final”, edición Nº 780, 3 de mayo, 2013
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