Isidora, a ti no te gustaba hablar de la muerte, decías que no querías morir porque te gustaba demasiado la vida. Pero al mismo tiempo, en tus obras dramáticas y en tus novelas los fantasmas andaban por acá y por allá; invocabas a Lautaro, a Bolívar, a Miranda, a los hermanos Sagredo de Ranquil, a los desaparecidos de Yumbel, a Neruda, a tu madre. Una vez esbozaste una definición de la muerte que apunté por ahí: “Puede ser que la muerte sea un desprenderse del dolor de la parte física y de todo lo que tú también mentalmente manejas y que ese sea un estado en que tú puedas sentirlo, gozarlo, no sé, nunca vamos a saber. Además yo pienso que si existe un Dios que nos creó, nos dejó esa incógnita para que no nos aburriéramos”.
En tus novelas especialmente encarabas la muerte, y también tus íntimas ilusiones, tus dolores y hablabas de los afectos muertos o de la muerte de los afectos. Ahora que atraviesas esa otra dimensión y descifras el misterio, no creo que te vayas a aburrir. Tendrás la oportunidad de abrazar a Laura Cupper y retomar las tertulias en esa casona en la calle Rosas de Doy por soñado todo lo vivido. También podrás entregar por mano esa bella novela epistolar, Carta a Roque Dalton, dedicada al poeta salvadoreño. Los imagino caminando por el Malecón de La Habana contagiados por el entusiasmo de la meta de los diez millones de zafra que por ese entonces se prometía el pueblo cubano. Podrás curar una a una las heridas de la injusta muerte de Roque.
También estarás con Jacobo, el protagonista de Santiago de diciembre a diciembre, esa historia durante el año de la campaña de Allende, cuando las parejas hacían el amor antes o después de leer el Manifiesto Comunista. Cuando la pasión tenía espesura y estaba enhebrada a alguna utopía. Quizás puedas detener la bala mortal de Balmaceda en Balmaceda, diálogos de amor y muerte y las voces corales sabrán encauzar la revolución sin tragedias.
Pero también hay futuro. Verás en un mes publicada tu novela Guerreros del sur, dedicada a un pueblo que necesita tanta fe en sus pacíficas batallas. Y tal vez, des los últimos ajustes a esa novela inédita, Palmira y Lorenzo, de esa relación de amor que ha atravesado los tiempos y las latitudes. Isidora o Palmira espera a Lorenzo o Tomás con lápices y pinceles y un gran lienzo.
Fuiste una dramaturga valiente, corajuda. No dudaste en ir a los basurales para entrevistar a los personajes que protagonizarían Los Papeleros, ni dejaste de conversar con las mujeres de las “tomas” para escribir Población Esperanza junto a Manuel Rojas, o de viajar en citroneta a Ranquil, cordillera adentro para escribir sobre la matanza de campesinos para Los que van quedando en el camino; fuiste con papel y lápiz a conversar con las pergoleras, viajaste a Yumbel para hacer esa obra que en medio de la dictadura denunciaba el horror de los detenidos desaparecidos (Retablo de Yumbel). Y también, viviste en una ruca mapuche con la familia Painemal para escribir Lautaro.
Y podría seguir con una a una de tus obras. Ir a los lugares y hablar con los protagonistas era parte de tu riguroso método de investigación, esa realidad se complementaba con acuciosas lecturas históricas, documentación diversa para quedar ensamblada en textos dramáticos inteligentes, bellamente escritos, que a veces incluían canciones y dichos populares. Y cuando no había protagonistas vivos los imaginaste, llamaste a sus espíritus hasta tu habitación en la calle Rengo para que te susurraran ese secreto que no estaba escrito en los libros de historia.
Eras la otra, la misma que contaba sin aspavientos que había tenido la oportunidad de conocer a Alejo Carpentier, el Che Guevara, Fidel Castro, Lezama Lima, Osvaldo Dragún, André Breton, J.L. Barrault, Gerard Philippe, Ionesco. La misma, la otra que odiaba que te saludaran con “es un honor conocerla” porque sabías que se referían al éxito de la Pérgola e ignoraban lo demás, porque eras tan lejana a esas formas protocolares, a la zalamería del poder. La misma a la que le dolía no haber recibido el Premio Nacional porque sabía que se lo merecía hace tiempo, la otra que seguía creando sin detenerse en la mediocridad de las instituciones y de algunos colegas. La que vivía en una ensoñación permanente, la otra que estaba siempre alerta.
Eras la misma, la otra que decía que era comunista pero que creía en Dios. La otra, la misma que con picardía infantil me chantajeaba con chocolates marca Trencito y pasteles (que se iba comiendo de a tercios) a cambio de contarme romances y anécdotas privadas que me hacías prometer no incluir en el libro que estábamos haciendo juntas. La que definitivamente amaba la noche y tenía horarios de adolescente (“que no me llame nadie antes de mediodía”, decías).
Y si había panorama, la que no dudaba en ponerse su abrigo de piel y una capa de lápiz labial para hacernos reír hasta las lágrimas donde fuera con su cuento de la caperucita en veintinueve segundos cronometrados. La misma, la otra que no le gustaba que la fotografiaran pero que dejaba aflorar su coquetería cuando había un hombre cerca. Si me decías que alguien venía a tu casa por el modo cómo te habías arreglado sabía perfectamente si era hombre o mujer.
Prolífica en descendencia ―hijos, nietos, biznietos―, en obra y en amores eras la más joven de todas; la más desprejuiciada, la más ingeniosa, la más seductora, la que tenía un pasado fascinante y un futuro elástico que estaba prendido con agujas de miles de proyectos. Además, tenías un don en tu escritura y en tu contacto con la gente, irradiabas y multiplicabas cosas positivas, redes, proyectos, sueños.
La académica española Carmen Márquez, dice que eras una excelente celestina que unías a personas a las que querías con lazos casi familiares. Un amigo y colega, Nelsón Osorio, me escribe:
En tus novelas especialmente encarabas la muerte, y también tus íntimas ilusiones, tus dolores y hablabas de los afectos muertos o de la muerte de los afectos. Ahora que atraviesas esa otra dimensión y descifras el misterio, no creo que te vayas a aburrir. Tendrás la oportunidad de abrazar a Laura Cupper y retomar las tertulias en esa casona en la calle Rosas de Doy por soñado todo lo vivido. También podrás entregar por mano esa bella novela epistolar, Carta a Roque Dalton, dedicada al poeta salvadoreño. Los imagino caminando por el Malecón de La Habana contagiados por el entusiasmo de la meta de los diez millones de zafra que por ese entonces se prometía el pueblo cubano. Podrás curar una a una las heridas de la injusta muerte de Roque.
También estarás con Jacobo, el protagonista de Santiago de diciembre a diciembre, esa historia durante el año de la campaña de Allende, cuando las parejas hacían el amor antes o después de leer el Manifiesto Comunista. Cuando la pasión tenía espesura y estaba enhebrada a alguna utopía. Quizás puedas detener la bala mortal de Balmaceda en Balmaceda, diálogos de amor y muerte y las voces corales sabrán encauzar la revolución sin tragedias.
Pero también hay futuro. Verás en un mes publicada tu novela Guerreros del sur, dedicada a un pueblo que necesita tanta fe en sus pacíficas batallas. Y tal vez, des los últimos ajustes a esa novela inédita, Palmira y Lorenzo, de esa relación de amor que ha atravesado los tiempos y las latitudes. Isidora o Palmira espera a Lorenzo o Tomás con lápices y pinceles y un gran lienzo.
Fuiste una dramaturga valiente, corajuda. No dudaste en ir a los basurales para entrevistar a los personajes que protagonizarían Los Papeleros, ni dejaste de conversar con las mujeres de las “tomas” para escribir Población Esperanza junto a Manuel Rojas, o de viajar en citroneta a Ranquil, cordillera adentro para escribir sobre la matanza de campesinos para Los que van quedando en el camino; fuiste con papel y lápiz a conversar con las pergoleras, viajaste a Yumbel para hacer esa obra que en medio de la dictadura denunciaba el horror de los detenidos desaparecidos (Retablo de Yumbel). Y también, viviste en una ruca mapuche con la familia Painemal para escribir Lautaro.
Y podría seguir con una a una de tus obras. Ir a los lugares y hablar con los protagonistas era parte de tu riguroso método de investigación, esa realidad se complementaba con acuciosas lecturas históricas, documentación diversa para quedar ensamblada en textos dramáticos inteligentes, bellamente escritos, que a veces incluían canciones y dichos populares. Y cuando no había protagonistas vivos los imaginaste, llamaste a sus espíritus hasta tu habitación en la calle Rengo para que te susurraran ese secreto que no estaba escrito en los libros de historia.
Eras la otra, la misma que contaba sin aspavientos que había tenido la oportunidad de conocer a Alejo Carpentier, el Che Guevara, Fidel Castro, Lezama Lima, Osvaldo Dragún, André Breton, J.L. Barrault, Gerard Philippe, Ionesco. La misma, la otra que odiaba que te saludaran con “es un honor conocerla” porque sabías que se referían al éxito de la Pérgola e ignoraban lo demás, porque eras tan lejana a esas formas protocolares, a la zalamería del poder. La misma a la que le dolía no haber recibido el Premio Nacional porque sabía que se lo merecía hace tiempo, la otra que seguía creando sin detenerse en la mediocridad de las instituciones y de algunos colegas. La que vivía en una ensoñación permanente, la otra que estaba siempre alerta.
Eras la misma, la otra que decía que era comunista pero que creía en Dios. La otra, la misma que con picardía infantil me chantajeaba con chocolates marca Trencito y pasteles (que se iba comiendo de a tercios) a cambio de contarme romances y anécdotas privadas que me hacías prometer no incluir en el libro que estábamos haciendo juntas. La que definitivamente amaba la noche y tenía horarios de adolescente (“que no me llame nadie antes de mediodía”, decías).
Y si había panorama, la que no dudaba en ponerse su abrigo de piel y una capa de lápiz labial para hacernos reír hasta las lágrimas donde fuera con su cuento de la caperucita en veintinueve segundos cronometrados. La misma, la otra que no le gustaba que la fotografiaran pero que dejaba aflorar su coquetería cuando había un hombre cerca. Si me decías que alguien venía a tu casa por el modo cómo te habías arreglado sabía perfectamente si era hombre o mujer.
Prolífica en descendencia ―hijos, nietos, biznietos―, en obra y en amores eras la más joven de todas; la más desprejuiciada, la más ingeniosa, la más seductora, la que tenía un pasado fascinante y un futuro elástico que estaba prendido con agujas de miles de proyectos. Además, tenías un don en tu escritura y en tu contacto con la gente, irradiabas y multiplicabas cosas positivas, redes, proyectos, sueños.
La académica española Carmen Márquez, dice que eras una excelente celestina que unías a personas a las que querías con lazos casi familiares. Un amigo y colega, Nelsón Osorio, me escribe:
Nuestro país, las letras y la cultura de nuestra América pierden con su partida una de las figuras más nobles e íntegras de nuestra época. Nos queda su obra, notable y valiosa, y su ejemplo de consecuencia, integridad y valor. Aunque suene un poco a lugar común, creo que de verdad vivirá en nosotros, que tenemos la responsabilidad de seguir, como ella y con ella, contra viento y marea.
Otra amiga y escritora, Virginia Vidal, dice:
Isidora nos dio tanta vida, tanta dicha, tanto ejemplo, tanta consecuencia, tanta generosidad que algo de ella se queda en cada una de nosotras. Desfilan ante mí escenas de innumerables encuentros: la vez que me llevó a ver a su oftalmólogo; el viaje que hicimos con Rosita Ramírez a Los Andes se nos hizo corto oyendo sus maravillosas historias impregnadas de vida y alegría; los tés en su casa con su infinito mundo; su voz siempre clara y juvenil. Cuando murió Roberto Bolaño, Nicanor Parra dijo: “le debemos un hígado”. A Isidora, Chile la entierra debiéndole el Premio Nacional de Literatura que habría sido menguado reconocimiento a su vasta obra de novelista y dramaturga.
Yo misma tendré que releer con calma nuestra abundante correspondencia, o escuchar las cintas de audio de nuestras extensas pláticas; horas, días, meses, años charlando una frente a la otra.
Isidora o Nené, la otra, la misma; guardiana de la historia, la amistad, el teatro y las letras, tu despedida fue como tu vida: una celebración. Tus casi noventa y dos años de existencia se despidieron con lecturas, actuaciones, videos, música; cuando el ataúd se cerró éramos muchos aplaudiendo de pie en el Teatro Nacional Antonio Varas. Luego bajo el sol de una tarde de febrero, caminó una descendencia familiar infinita, colegas, amigos de diversas generaciones, admiradores, camaradas, se alternaban los “Compañera Isidora, presente” con los “¿Quiere flores señorita, quiere flores el señor?” y la canción de Manuel Rodríguez, “aunque mil veces te maten / tu huella queda encendida”, para avanzar entre la ofrenda de pétalos de las pergoleras en Avenida La Paz. Nos seguía el equipo que está haciendo el documental sobre tu vida y obra, que estoy segura filmaron todo con la vista empañada.
De pronto miramos y estaban las tres generaciones de “Carmelas” abrazadas: las actrices Carmen Barros, Elena Medel y Ema Pinto. Por supuesto que hubo lágrimas, la sensación de corte, la intuición de un vacío que se aproxima. Pero también una muerte así es en un punto una celebración de lo que puede ser la vida, la vida de una artista excepcional e imprescindible.
Isidora o Nené, la otra, la misma; guardiana de la historia, la amistad, el teatro y las letras, tu despedida fue como tu vida: una celebración. Tus casi noventa y dos años de existencia se despidieron con lecturas, actuaciones, videos, música; cuando el ataúd se cerró éramos muchos aplaudiendo de pie en el Teatro Nacional Antonio Varas. Luego bajo el sol de una tarde de febrero, caminó una descendencia familiar infinita, colegas, amigos de diversas generaciones, admiradores, camaradas, se alternaban los “Compañera Isidora, presente” con los “¿Quiere flores señorita, quiere flores el señor?” y la canción de Manuel Rodríguez, “aunque mil veces te maten / tu huella queda encendida”, para avanzar entre la ofrenda de pétalos de las pergoleras en Avenida La Paz. Nos seguía el equipo que está haciendo el documental sobre tu vida y obra, que estoy segura filmaron todo con la vista empañada.
De pronto miramos y estaban las tres generaciones de “Carmelas” abrazadas: las actrices Carmen Barros, Elena Medel y Ema Pinto. Por supuesto que hubo lágrimas, la sensación de corte, la intuición de un vacío que se aproxima. Pero también una muerte así es en un punto una celebración de lo que puede ser la vida, la vida de una artista excepcional e imprescindible.
28 de febrero del 2011
Andrea Jeftanovic es escritora, autora de Conversaciones con Isidora Aguirre, Frontera Sur, 2009.
http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=6032
(Solo las fotos se modificaron, tomadas de Internet)
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