16 abr. 2012

Las falacias recurrentes. Por Mariano Ali


Los mitos sirven para explicar las relaciones sociales, orígenes, tragedias, miedos, creencias, principios, normas e incluso sanciones en las que nos desenvolvemos. Usted y yo de alguna manera estamos involucrados con estas expresiones culturales que se manifiestan, se heredan o nacen según la complejidad o dinámica en la cual coexistimos; de cierta forma se convierten e imponen en un tipo de orden. 

En algunos espacios las fronteras entre lo qué es ciencia y mito son muy difusas, casi imperceptibles a la vista del ciudadano común o hasta el más acucioso intelectual. Pueden ser “supuestos culturales”, presunciones que riñen con lo qué es o no cierto; a su vez mantienen una relación dialéctica con la historia y sobre todo con la ciencia. Para nuestros aborígenes son una revelación ontológica, una afirmación de lo que fueron, son y pueden llegar hacer; a través de ellos se identifican y edifican, son mágicos, terrenales y hasta poéticos. Levy Strauss, en sus múltiples trabajos antropológicos nos ilustra de qué manera estamos vinculados con los mitos. José Ferrater Mora por su parte subraya que “pueden referirse a grandes hechos heroicos que con frecuencia son considerados como el fundamento y el comienzo de la historia de una comunidad o del género humano en general”.  

Pero, ¿Cuáles son los límites de los mitos? ¿Están circunscritos solamente a grupos distantes de los asentamientos denominados como urbanos? ¿Pueden servir para la dominación? ¿Están vinculados a las estructuras de poder? ¿Es usted parte de un mito? ¿Necesita vivir uno, sufrirlo, eliminarlo, crearlo?  Ejemplos sobre el tema abundan y están más allá hasta de nuestra propia imaginación; esta cualidad los hace ricos por su multiplicidad de identidades y significados que convergen y orbitan en su entorno. Por cierta “inocencia” inducida o cultivada intencionalmente, hemos asumido que sólo nuestros aborígenes creen en mitos, asumiendo de esta manera que usted o yo, o el yuppie acicalado por la intelectualidad está inmune a tan particular concepto. Muchos con total petulancia al referirse a los mitos de nuestros aborígenes los ven de forma despectiva y hasta se atreven a descalificarlos como un signo de “retraso y brutalidad”. En lo particular me da mucha curiosidad determinar por ejemplo, qué sienten en este momento los citadinos griegos o españoles, esos habitantes de las cosmopolitas capitales, quienes hasta hace poco creían vivir en uno de los sistemas políticos o economías más estables y pujantes de Europa; supongo que nunca imaginarían los herederos de Platón o los hijos de las hazañas de Colón, que hoy estuvieran a punto de sucumbir por la crisis económica. Parece que hasta la tan pregonada “estabilidad y desarrollo total” planteada por la democracia liberal es parte de un mito que hoy hace mella en las narices de sus defensores. A nuestros aborígenes les dicen salvajes, irracionales, mentirosos, fabuladores cuando explican su origen por el vuelo o canto de un ave, el rugir de un leopardo, el aleteo de una mariposa; cuando afirman que sus dioses son truenos que lloran, que provienen del sol, de la tierra que se preña en primavera, de la laguna taciturna en tiempos de luna llena; pero pocas veces vemos o escuchamos en los medios de difusión, universidades o en el discurso de los representantes de los países “desarrollados” llamar de la misma forma a quienes afirmaron que el capitalismo, los TLC, el dios dólar, el euro, la santa socialdemocracia traerían desarrollo para todos. Igual ocurre en Estados Unidos cuando nos enfrentamos al mito de la “libertad de expresión”, al “sueño americano”; muchos creen estar ante actos racionales, ciencia pura del campo político, pocos determinan el carácter “mitológico” que hay detrás de todo esto; de la manipulación que se esconde tras estas frases deliberadamente posicionadas por quienes crean y administran este tipo de mitos. 

Vea usted lo que le ocurrió a Oswaldo Guillen, gozosamente humillado y arrinconado por el país donde se jactan se ser tolerantes, demócratas. La diferencia entre un mito aborigen y uno de las estructura de poder dominante está, en que el primero es  poético, expresa una cultura, hace énfasis en la narración colectiva; el segundo, sucumbe al pasar en cuestión de segundos de supuesta verdad política, a una mentira absoluta.

Mariano Ali
@aliperiodista
marianoali73@gmail.com    

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