9 ago. 2011

El monopolio de la violencia. Por Armando Unsain


El Estado es prisionero de las grandes empresas, y la nación lo es del Estado. Economía atrofiada y Estado hipertrofiado, tales son los factores que determinan la situación del país.
Joaquín Maurín
“Revolución y contrarrevolución en España”, 1966.



El gobierno catalán envió a desalojar a la fuerza a los acampados, que participaban en una protesta pacífica, de la Plaza de Cataluña con el resultado de centeneras de heridos. Esos mismos ciudadanos que sufrieron la violencia de los cuerpos represivos del estado pasaron a ser calificados como “radicales” por empujar, escupir, pintar las ropas, lanzar agua o poner la zancadilla a los mismos diputados que ordenaron o apoyaron el levantamiento violento de la acampada de los “indignados”. Ni un solo diputado tuvo que dar un parte médico por dichas agresiones. Felip Puig, Consejero del Interior de Cataluña, dijo a los medios en rueda de prensa que a los violentos hay que aislarlos…pero cada vez son más y están más organizados… ¡A por ellos vamos! También dejó claro que el movimiento 15-M es necesario para regenerar la democracia. Sin duda, la clase política es consciente de esta necesidad y no están dispuestos a dejar de ejercitar el monopolio de la violencia contra aquellos que no se conformen con la “regeneración” del sistema. Esa misma clase política es consciente de que por la vía pacífica no hubieran podido derrocar a los gobiernos que hoy son títeres de sus intereses y tampoco podrán derribar a Gadafi o a los futuros países por conquistar sino es mediante el uso de la fuerza. Saben que primero es necesario infiltrase en la oposición y financiarla o crearla directamente, aprovechar las nuevas tecnologías y los medios de comunicación para acelerar el desencanto de la población, crear el caos y sedar a la opinión internacional para dar el golpe definitivo, socavando la soberanía de cualquier país que no se ciña a sus intereses en nombre de los derechos humanos o de cualquier otra patraña. Pero la acción violenta se lleva a cabo, preferiblemente, en los países que gozan de una posición estratégica y que son ricos en petróleo, gas o cualquier otro recurso imprescindible para mantener el alto nivel de vida de un cada vez más reducido porcentaje de ciudadanos que habitan en los llamados países “democráticos”. Su auténtico temor es perder la supuesta legitimidad que poseen sobre el uso de la violencia. Por eso les preocupa el vertiginoso aumento de personas inconformistas que ya no aceptan jugar a la democracia bajo una legislación impuesta a base de decretazos o recortes sociales que sólo afectan a la clase trabajadora. Un estado que fomenta constantemente la violencia, dentro y fuera de sus fronteras, no tiene derecho a exigir a sus ciudadanos que sean pacíficos. No tiene derecho a solicitar el apoyo de la ciudadanía para sus guerras “preventivas” o a esconder las cifras abismales que obtienen mediante la venta de armamento a países tan “pacíficos” como Israel. Nos permiten que protestemos, pero eso si, dentro de los márgenes de la legalidad. Pero el problema surge cuando los márgenes de la legalidad son pisoteados constantemente por el propio Estado.

El 4 de agosto en Madrid se concentraron pacíficamente, cerca de 5000 manifestantes, frente a las puertas del Ministerio del Interior, que fueron sorprendidos por la violenta carga policial que causó 20 heridos y tres detenidos. Una vez más se volvió a vivir un lamentable incidente en el que el uso de la fuerza por parte del Estado se hizo presente de la forma más contundente sin que los agredidos respondieran al abuso policial. Con la llegada del Papa se acabó el tiempo de las cerezas, como diría mi amigo Bolo. La ciudad tiene que ofrecer su mejor cara y no conviene que ésta sea la de los “indignados” sino las caras de los jóvenes que se congregarán en Madrid en las Jornadas Mundiales de la Juventud para dar su bienvenida a Benedicto XVI. Las multinacionales (Endesa, Iberdrola y Telefónica), la banca (BBVA y Banco Santander), los medios de comunicación (Prisa, Vocento e Intereconomía) y los fieles contribuirán en la financiación de dichas jornadas con la inestimable ayuda del gobierno central, del Ayuntamiento y Comunidad de Madrid que no escatimarán en adecentar la imagen de la ciudad, en dar morada y cristiana acogida a los devotos que inundarán nuestras plazas, calles y avenidas desde el 16 al 21 de agosto. El Estado ha golpeado la mesa de todos con el puño cerrado. Ya no podemos ofrecer tregua que calme o mitigue las protestas del pueblo. La indignación tendrá que definirse en forma y contenido. Debemos hoy dar respuesta a la disyuntiva: capitalismo o revolución. Ha llegado la hora de apartar tanta candidez e ingenuidad del discurso porque los poderosos jamás abrirán sus manos sino un hay un pueblo unido que se las retuerza. La violencia engendra violencia, es verdad, pero ya esta bien de que siempre seamos los mismos los que tengamos que poner la otra mejilla sin derecho a defendernos. Hoy, más que nunca, es necesario recordar a los que se alzaron contra el poder a base de pólvora y dinamita y llevaron la acción revolucionaria hasta sus últimas consecuencias. En estos tiempos quizás existan otras herramientas de lucha tan efectivas como las armas pero sería injusto olvidar las enseñanzas de los condotieros y guerrilleros que entregaron hasta su último aliento por la victoria del proletariado y por la libertad de los pueblos. Renegar de su ejemplo sería traicionar a la ética revolucionaria y dar un gran paso atrás sobre la historia de las luchas sociales. Hay que sumar todas y cada una de las formas de defensa que tengamos a nuestro alcance. Quizás aún sea pronto para concienciar a una sociedad tan lobotomizada como la nuestra, con una clase media que aún respira y con parte de la clase pobre aún soñando con ser tan rica como sus opresores. Pero será necesario estar prevenidos porque la turbina capitalista terminará por triturar definitivamente todos nuestros derechos. Entonces el pueblo consciente, de sus actos y sus objetivos, tendrá que responder enérgicamente ante la avaricia de los mismos que en otros tiempos, no muy lejanos, pagaron con sus vidas.

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